(Notas para
una futura revisión...: cuando Alicia despertó tuvo la primera regla. La sangre
manchó el País de las Maravillas, tiñó de rojo el sueño. Cuando Alicia despertó
estaba en un mundo de hombres. Hombres con mil ojos que no paraban de mirar y
sonreír, que la vistieron y la enseñaron su papel y su destino: niña monja,
niña santa, niña puta, niña madre, niña cuerpo y niña naturaleza. Buscó desesperadamente
a la reina del sueño, algún naipe femenino que la comprendiese y la ayudara,
pero en la vida real las reinas ocultaban los corazones. Cuando Alicia
despertó, sólo quiso volver a dormir, incapaz de soportar tanta vida y
realidad.)
Puede que
fuera por Luis y por la noche anterior, o por aquel mal sabor de boca y el
regusto del sake y ese licor verdoso donde yacía un lagarto como un engendro
imposible conservado en formol; quizá influyó su referencia sobre mi padre... el caso es que saqué todos mis
demonios y la grité con todas mis fuerzas, como nunca antes: “¿Pena? ¿Tú hablas
de pena? ¿Y yo, es que no te doy pena? Nunca, mamá. Nunca has derramado una
sola lágrima por mí. Te conmueve más una princesita de cuento de hadas que tu
propia hija, ¿te das cuenta? Cuánto te importó mi sufrimiento..” “Qué sabrás
tú”, musitó. Noté enseguida que había dado donde más dolía. Nos conocíamos
demasiado como para esconder nuestras heridas. Se levantó despacio y, evitando
mirarme, pasó junto a mí y extendió una manta sobre las rodillas de la abuela.
Luego se encerró en la cocina dando un portazo. Me quedé allí, en pijama, con
el cordón umbilical por los suelos. Confundida entre un orgullo aún caliente y
el poso amargo del remordimiento flotando en la conciencia. Entré. Mi madre, de
espaldas, cortaba cebolla. No fui educada en el perdón, así que disimulé
cambiando de tema...
- He dejado a
Luis. Ayer.
- Ya...
- Han sido
tres años ¿No vas a decirme nada? – tardó en contestar. Iba y venía de la
nevera trayendo cosas para la comida de su madre.
- Me lo
imaginaba –dijo por fin -. A las niñas de mi generación nos decían que los
hombres siempre se casan, pero las mujeres no. Nos enseñaron a no elegir; ahora
tú tienes más suerte. Elige bien, es tu vida.
De pronto, al
oír sus palabras, tuve el extraño vislumbre de una evidencia, la certeza repentina e irrefutable de que en ese momento
sólo nos teníamos la una a la otra, y esta idea desarmó mi orgullo, esa máscara inútil de altivez y
dureza que nos convierte en falsos héroes. Me acerqué y la besé. Mi gesto
debilitó también sus defensas. Nos pusimos a pelar cebollas y así pasamos un
tiempo, llorando juntas sin tener que dar explicaciones.
Recuerdo esa
tarde como una de las más felices de mi vida. Dimos de comer a la abuela y
después de la siesta mi madre bajó su caja de fotos. Nos reíamos de nosotras
mismas al ver de nuevo nuestras fotografías de primera comunión: mi madre, con
zapatos prestados y tirabuzones; yo, de encaje y con un diente mellado; las
dos, con cara de falso recogimiento y piedad. Yo le desvelé un pequeño secreto
de infancia: nunca llegué a tragarme la hostia consagrada, me la guardé en un
bolsillo porque me resultaba repugnante comerme el cuerpo de alguien, por muy
sagrado que fuera. Ella me confesó que al acercarse el cura, de la emoción, no
pudo evitar orinarse encima.
Hacía años
que no hablábamos. Las horas se nos fueron en un suspiro. Tras la ventana el
sol se hundía en un crepúsculo panorámico. La noche nos sorprendió riendo.
Propuse una celebración: arreglarnos para un baile sin príncipes ni madrastras.
Por nada. Porque sí. Nos pusimos esos vestidos que reservábamos para quién sabe
qué ocasión; en cualquier caso, una ocasión que nunca llegaba. Incluso
maquillamos a la abuela. Siempre fue coqueta, al menos hasta que dejó de
reconocerse en el espejo. En una gasolinera compré una botella de champán. Mamá
descongeló langostinos. Encendimos una vela y pusimos música de los Brincos.
Brindamos. Por nada. Porque sí. Porque estábamos vivas guardando la memoria de
una anciana. Porque entre María y Magdalena, vírgenes o mártires, princesas o
pobres huerfanitas, bellas o bestias, aún quedaba un sitio para nosotras, un
tiempo habitable y por llenar entre el recuerdo y la espera.
Después de
cenar mi madre sacó la caja de metal donde mi abuela guardó los recuerdos de
toda una vida, los restos del naufragio que pudo salvar. Volvimos a leer
algunas de las cartas que mi abuelo escribía desde la cárcel, destrozado más
por el destino de su mujer –sola, con dos hijas pequeñas en un país en ruinas-
que por su propia suerte; su foto de miliciana, con el puño levantado con la
timidez de una recién estrenada libertad, el mono del trabajo de quién aún
pensaba que la libertad se conquista con esfuerzo; el retrato de su marido con
los dos hijos mayores una mañana en el Retiro de Madrid, un 14 de abril en que
España se levantó republicana y la gente salió a las calles a sacudirse tantos
siglos de polvo y miedo: allí estaba mi abuelo, bajo un castaño del parque,
sobre un fondo de banderas y gente a la deriva en plena celebración, junto a
sus hijos montados en un triciclo alquilado, los tres mirando a la cámara con
la expresión inequívoca del que sabe que lo mejor está por venir. Todos han
muerto. El más pequeño, durante la guerra; la niña mayor, dos años más tarde; a
golpes en la cárcel, poco después, mi abuelo. Lloramos como dos tontas y esta
vez sin cebolla como excusa.
Seguimos
hablando hasta bien entrada la madrugada. Mi madre saldó unas cuantas deudas
con la suya: la libertaria de la fotografía también le negó a ella su libertad;
la revolución sexual se quedó en las consignas; cuando su hija tuvo novio,
hasta un casto beso en la mejilla era un exceso imperdonable... No la culpaba,
pero era su historia y su fracaso y renegaba de los cuentos de cualquier bando.
Ni malas ni buenas, ni putas ni santas.
Supe también
que las dos compartimos un mismo sueño: sentirnos queridas, aunque en los
tiempos que corren comience una a creer que se trata de alguna inconfesable
perversión sexual. Sí, definitivamente aquel día de septiembre de 1996 conocí a mi madre. La abuela sigue junto a la
ventana del salón, bajo la claridad prometida. Mantenemos viva su memoria.
Tengo un
proyecto entre manos: reescribir los cuentos de mi infancia. Dejé la academia. Mañana voy a una entrevista de trabajo. Me he acostumbrado a pintarme los
labios y ensayar la mejor de mis sonrisas para agradar al inevitable hombre que
desde la cumbre de su mesa y de su poder me recorre con la mirada pensando
seguramente qué hago aquí, en qué trabaja mi marido o con quién habré dejado a
los niños. He conocido también a muchas reinas de corazones que se lo
arrancaban al entrar a su despacho. Da igual. Suponiendo incluso que este siglo
de igualdad y emancipación femenina no haya sido una gigantesca estafa, no veo
motivos para desesperarse. Miro a mi madre y a mi abuela y pienso que quizá
vaya siendo hora de ponerse el mono de trabajo y no esperar regalos de nadie. Y
si toca llorar, es bueno tener siempre un par de cebollas a mano, para no andar
dando explicaciones.
Muy buen trabajo. Me ha encantado la verdad y me ha tocado la fibra.
ResponderEliminarSaludoss