Hoy ha sido un día largo y agotador, como tantos otros, pero al fín llego a
casa, abro la puerta y entro. La rojiza luz del atardecer penetra por los
amplios ventanales y confiere al ambiente del piso una cálida y agradable
tranquilidad. El dolor de cabeza que ha estado torturándome durante todo el día
persiste, siento fatiga y me zumban los oídos. Cierro la puerta, me dirijo al
lavabo, abro el botiquín y cojo de un frasco de cristal una pastilla que trago
con asco. Luego me desvisto sin prisa, entro en la ducha y giro el grifo. Allí
permanezco, bajo el agua caliente, envuelta en una espesa nube de vaho hasta
que suena el teléfono y salgo precipitadamente de la ducha, pero cuelgan antes
de que pueda llegar al aparato. Entonces me acerco a la ventana y dejo que los
últimos rayos de sol sequen mi pelo; extiendo los brazos y bailo sin música.
Después me siento en el suelo, cierro los ojos y trato de retener en mi
recuerdo la imagen de la habitación, pero se vuelve cada vez más borrosa. Una
grata sensación de abandono me embarga hasta el punto de dejarme arrastrar por
el sueño, un plácido sueño que no acaba de llegar…
Mis pensamientos se agarran a una escena que pasó hace tiempo, mucho tiempo
pero aún hoy puedo recordarla como si hubiera ocurrido ayer... ¿En qué parada
de metro nos conocimos? En Universitat... o ¿fue en Passeig de Gràcia? No, fue
en Universitat, línea roja. Yo me dirigía a la facultad, tú no sé dónde. Nos miramos
y nos sonreímos, y ya en el cruce, cuando esperábamos a que el semáforo se
pusiera en verde, me dijiste algo que no pude escuchar por el ruido de los
coches que pasaban. Así que te lo hice repetir, y te dije que resultaba extraño
encontrar a alguien dispuesto a perder un segundo de su preciado tiempo por
sonreír a una desconocida... Bueno no éramos exactamente desconocidos, aunque
pensándolo bien si que lo éramos. Yo no sabía nada de ti. Pero en cierta manera
tú sí que sabías algo de mí. Yo no creía en las casualidades.
Entonces nada me pareció más importante que tu sonrisa. El corazón me dio
un vuelco, sabía que estabas detrás mío, casi podía notar tu aliento en mi
nuca. Me sentí
admirada y dichosa y no quise fingir que tenía prisa. ¡Cuántos ángeles pasaron
entre nosotros!. Te pregunté si habías sentido pánico alguna vez de perder lo
que todavía no tenías? Y me respondiste que posiblemente sí, que eso mismo te
pasó cuando viste que me alejaba y no hacías nada por impedirlo... De alguna
manera supe a lo que te referías. Lo cierto es que algunas personas se pasan la
vida esperando a que les llegue un momento así y cuando eso ocurre parece como
si el mundo se detuviera en ese preciso instante, como si tan sólo existiera
ese momento especial, la persona esperada y el que espera. Luego se mueren de
miedo ante la posibilidad de perderla para siempre.
Por mucho que quisiera no podría adivinar cuántas veces el semáforo cambió
de color aquel día... Perdimos la noción del tiempo y acabamos tomando un café
al otro lado de la calle. Durante varios segundos una extraña sensación invadió
todo mi cuerpo y me dejé llevar por tu sonrisa y el sonido de tu voz... Sin
darme cuenta abandoné mi camino para recorrer el tuyo. No recuerdo exactamente
qué hicimos esa semana, ni la siguiente... pero si sé que nos lo pasábamos bien
juntos sobre todo riéndonos de la gente que paseaba a nuestro alrededor,
imaginando cómo serían sus vidas...y si algo no nos gustaba, lo reinventabamos.
A veces dejabamos que la lluvia nos mojara mientras corriamos a refugiarnos en
algún portal... Fue allí, en uno de aquellos portales, donde por primera vez me
soltaste un “te quiero” que, además de
empapada, me dejó paralizada. No fui capaz de soportar el peso de tu mirada y
bajé la mía temblando ante lo inminente. Un hormigueo se apoderó de mi estómago
y ,de nuevo, me susurraste al oído algo que ya no pudé entender porque tus
labios se encontraron con los míos.
Los meses siguientes se fueron esfumando con la misma velocidad con la que
habían llegado... De ellos, mi memoria no pudo retener más que fragmentos, solo
fragmentos: las olas chocando contra las rocas, el viento agitando las copas de
los árboles, tú robándome un poco de amor y yo robándote un poco de soledad...
Luego llegaron los días grises, los encuentros ocasionales, las noches frías y
sin rumbo fijo durante las cuales recorrimos casi todos los pubs del Barrio
Gótico, cuando no, los mismos lugares de siempre donde se reunía la misma gente
de siempre compartiendo la misma rutina de siempre... hasta que una noche alguien,
que solía moverse por el "Bronx", se nos acercó y nos contó, entre alcohol y
humo, que era un adicto a las “golosinas”. Y yo pensé “Sí ¿y qué? A mí me
apasionan los churros con chocolate y la coca-cola light y sin embargo no voy
por ahí soltándoselo a desconocidos a la más mínima oportunidad”. Claro que
entonces yo no sabía que aquel tío solía llamar “golosinas” al éxtasis. Era
capaz de encerrarse en su piso con un montón de esas “golosinas”, poner la
música a tope y pasarse allí días enteros sin salir al mundo exterior.
Me asustó la expresión de tu cara cuando alargó su mano para ofrecerte la
oportunidad de experimentar nuevas sensaciones...Por un momento dudaste y luego
me miraste a los ojos como esperando encontrar en ellos un gesto de complicidad
que nunca llegó. Después te llevaste la mano a la boca y tragaste dos de
aquellas pastillas. En aquel momento supe que ya nada sería como antes.
Al principio comenzaste pillando los fines de semana. Según tú te ayudaban
a relajarte... Muchas veces
quise decirte algo que te hiciera recapacitar y dejarlo a tiempo pero creo que,
como siempre, llegué tarde, demasiado tarde. A los fines de semana se le
sumaron los lunes, los miércoles y los viernes y cuando quisiste darte cuenta
ya no podías vivir sin ellas.
A partir de aquel momento, las únicas cosas que conseguí de ti fueron
gestos y caras de disgusto cuando no te gustaba lo que oías o no conseguías lo
que querías. En cuestión de pocas semanas te convertiste en un ser egoísta y
frío. A veces tu silencio me dañaba y no podía hacer nada para evitarlo. Muchas
noches me quedaba despierta y te imaginaba subiendo a un expreso cuyo destino
no tenía final. Poco importaba ya lo que yo pudiera hacer, incluso aunque
adivinase lo que escondías tú te empeñarías en tergiversar mis palabras. En ese
momento comencé a darme cuenta de que siempre fue así, de que nunca te importó
lo que yo pensara. Intenté recordar lo que había sido relevante para ti: tu
obsesión por alcanzar lo que jamás habías tenido y tu temor de perder lo que ya
tenías y lo que no. Tal vez por eso te precipitaste y, sin pedirme permiso para
hacerlo, pusiste condiciones a nuestra relación antes de esperar a que
funcionase. Tú tomaste la iniciativa y, esta vez, yo no quise entrar en el
juego... Lo que no se dobló, terminó por romperse. A medida que iban pasando
los días me daba más miedo quererte, comenzaba a sentirme cansada, cansada de
sentirme amenazada por el fantasma de la incomprensión, cansada de tanta
oscuridad. En mi interior, una voz, casi imperceptible, me decía que ya era
hora de tomar una decisión.
No fue fácil alejarme de tu lado como tampoco lo fue olvidar el poco tiempo
que compartimos juntos mucho antes de que todo se nos escapara de las manos, o
mejor dicho, antes de que todo se te escapara de las manos. Las primeras
semanas fui incapaz de evitar que las lágrimas rodaran por mis mejillas
incontrolablemente. Me pasaban los
días, uno tras otro, pegada al teléfono, esperando una llamada tuya, tan solo
una, pidiéndome que volviera contigo de nuevo... Pero en el fondo algo me decía que nunca lo
harías y continué ahogando mis penas en lágrimas y más lágrimas mientras mis
amigos me decían, a modo de consuelo, que el tiempo lo curaría todo... Lo que ellos no sabían es que en realidad,
conforme pasaban los días, el dolor se iba haciendo más grande y fuerte.
Pasados los meses, la herida seguía estando ahí, en lo más profundo del corazón
y, con ella, el recuerdo del golpe que la originó... El tiempo era como un
semidios con el que no se podía razonar y ante mi impaciencia respondía con la
velocidad de un caracol.
Durante seis largos meses nos mantuvimos alejados completamente... y una
noche recibí una llamada tuya, aquella llamada por la que tantas lágrimas había
derramado... hasta quedarme seca. Por unos momentos, casi me hiciste dudar y
por unos momentos casi estuve a punto de perderle a él. Sí, porque en esos
meses, el destino puso ante mí a una persona maravillosa. Mi primer encuentro con él
no fue tan espectacular como lo fue el nuestro pero su presencia me otorgó la
fuerza suficiente para darme cuenta de que ya no sentía necesidad de saber de
ti. Aún hoy, casi dos años después, sigo sintiendo esa misma fuerza en su
mirada, limpia y sincera. En ella he encontrado todo aquello que no pude ver en
la tuya: comprensión, ternura, complicidad y mucho más. Poco a poco, él ha
sabido ganarse mi corazón con paciencia y yo he aprendido a quererle como se
merece. Algo me dice que él es esa persona esperada, esa persona con quien
compartir más que una alcoba y un par de buenos días, esa persona con la que no
me importaría llegar al final de mi viaje. No tengo nada que perder excepto el
tiempo y esta vez tengo todo el tiempo del mundo para no llegar tarde. Cuando
vuelva a llover sobre mojado y nadie se atreva a decir qué pasará mañana, yo
estaré allí para hacerlo. Porque mañana él y yo estaremos aquí, o quizá no,
pero en cualquier caso seguiremos estando entrelazados para toda la eternidad,
porque hemos reído y llorado juntos, y luchado con sinceridad y arrojo por la
dicha compartida.
En el fondo,
mis amigos tenían razón, el tiempo siempre termina curándolo todo...,y con el
tiempo tu silencio dejó de hacerme daño.
Interesante gracias por compartirlo ok kisses
ResponderEliminarDe nada!!!
EliminarEfectivamente, el tiempo lo cura todo, aunque tengan pasar años...
ResponderEliminarDura pero Gran historia.
Saludos