(Notas para una futura revisión de
los cuentos clásicos: Blancanieves, despechada por un príncipe que al fin y al
cabo resulta tan poco extraordinario como el más ordinario de los varones,
sufre una crisis de ansiedad que le lleva a comer compulsivamente. Gorda y
deprimida, sumida en la soledad de un palacio hostil por el que deambula recordando tiempos mejores de enanitos y
espejos mágicos, envejece en silencio entre las piedras del castillo. Víctima
de una intoxicación transgénica tratada con pesticidas, muere olvidada de
todos. A su tumba de cristal, en el bosque, sólo se acercan los animales; de
vez en cuando un cazador despistado que, al contemplar el rostro sin su antigua
belleza, se aleja apresuradamente. No habrá besos. Nadie va a resucitarla.)
Me levanté –aún conservo
ese regusto amargo en el paladar- con mal sabor de boca. La noche anterior
había roto con Luis. En realidad, no lo pretendía, sólo quería provocarle,
hacer algo, no sé: algo como pedirle la chaqueta en pleno chaparrón o llevarle
hasta el borde de un abismo para preguntarle entonces si sería capaz de saltar
si yo se lo pidiera. No sé, quizá se me fue de la mano. Cenábamos en ese chino
tan barato que tanto le gustaba –cuando invitaba él- y, como jugando, comencé a
decir estupideces impropias de quien siempre las escuchó avergonzada: “No te
merezco, tú te mereces algo mejor”, “ no te preocupes, encontrarás a otra que
te comprenda”... El muy idiota, yo sólo quería provocarle. Se levantó, dijo que
lo entendía, pagó la cuenta y se fue. Me dejó con el rollo de primavera en la
boca. Esa noche descubrí el sake; luego, el licor de lagarto; después, ni me
acuerdo. La mañana siguiente resultó ser uno de esos días de principios de
septiembre en los que toda la luz y el calor de las vacaciones se extingue por
decreto. Una mañana gris, sucia, brusco anticipo del otoño, pero sin chimenea,
sin castañas y sin melancolía. Uno de esos días, en fin, en que los seres
humanos parecen condenados a no encontrar jamás felicidad sobre la tierra.
Hoy todavía asocio el
nombre de Luis con la resaca y el tedio de los domingos. Debía ser mediodía.
Ceniza tras la ventana. No podría afirmarlo con seguridad, pero puede que
lloviera. En el salón, en penumbra, mi madre sollozaba frente al televisor. Me
senté aturdida en el sofá. No me extrañó la hora, ni siquiera las lágrimas; me
extrañó el silencio, un silencio inusual, como de despedida. En la pantalla,
una muchedumbre perfectamente alineada contemplaba el paso de una pobre
princesa inglesa; en una carroza tirada por caballos, en su ataúd cubierto de
flores, la princesa iba camino del cementerio. Detrás, sus hijos, los hombres
de la familia, con su dolor de estatua. Recordé de golpe la noticia: la joven y
guapa princesa muerta al intentar escapar de sí misma, agonizando entre
flashes, la futura reina que no renunció a ser amada. Por entonces yo tenía problemas más importantes. Con un
gesto de indiferencia me levanté y besé a la abuela, limpié sus ojos empañados
y sin vida. La abuela... Llegó a los noventa lúcida y serena, igual que esos
árboles centenarios que al final de los caminos se mantienen erguidos sobre su
propio llanto. En unos meses pasó de no recordar dónde había dejado su cuchara
a no saber cómo utilizarla. Después, el miedo, la locura y, por fin, este sueño
de pupilas insomnes del que ya no va a despertar nunca. Bella durmiente de un
reino que desapareció, mi abuela me enseñó un par de cosas imprescindibles: que
no hay sacrificio que no sea callado; que la vida es el tiempo fugaz que transcurre
entre el recuerdo y la espera, un tiempo en el que es posible encontrar un
destello, un instante que justifique nuestra existencia. A todas las personas
les concede el destino una pequeña gloria, un año, un minuto acaso..., eso
decía. Superviviente a su pesar de toda una generación de mujeres a las que
arrebataron un sueño, derrotadas, viudas sin honores o medallas, estrujó su
corazón como un mocho arrugado hasta que lo dejó seco de lágrimas, las pocas
que le quedaron las enjugaba cantando. Ay pena, penita, pena... Vendiendo
churros de madrugada por las calles de Madrid a los señoritos que salían de las
salas de fiesta; ofreciendo flores para sus queridas de abrigos de piel;
limpiando retretes y los ministerios de los vencedores... tantas mujeres que
sólo se inclinaron ante la edad y el alzheimer, esa otra muerte que es doble
porque las mata dos veces: borra su imagen y su memoria. Las últimas que quedan
languidecen en silencio; presencia incómoda, políticamente incorrecta en un
país que se levantó confuso de una siesta que duró cuarenta años, con legañas
en los ojos y el recuerdo. Sequé sus ojos extraviados e intenté en vano hallar
un rastro de luz y vida, algo como un remoto vestigio de revoluciones y
banderas, el eco de aquel fogonazo que alumbró sus años de gloria. Nada. No
queda nada. Dónde irá lo claro cuando apaguemos la luz... Qué inmenso agujero
negro absorbe tantas ilusiones, tantas energías gastadas, tanto amor.
Un nuevo sollozo de mi
madre me sacó del ensimismamiento. La pobre princesa rota seguía siendo paseada
por las calles de Londres mientras se intercalaban imágenes de su boda y del
nacimiento de sus hijos, sus apariciones públicas, su trágico final.
Definitivamente, pensé, ni muerta se libró de su personaje. Los caballos
arrastraban el ataúd ceremoniosamente entre mensajes publicitarios de compresas
con alas y almohadones cervicales; amas de casa liberadas por fantásticos
electrodomésticos, detergentes ultrarrápidos y jabones dermatológicamente
testados. Y, por encima de todo, voces desenfadadas presentando a la mujer
dinámica y actual, “mujer que vive con su tiempo”, como si realmente fuese
posible elegirlo; como si hubiese otro. “¿ Cómo se puedes soportar tanta hipocresía?”
Mi madre y yo
teníamos una relación especial: ambas
habíamos prescindido de la amabilidad y el buen trato. Me miró. Guardó el
pañuelo en la manga de la bata haciendo con él un ovillo y dijo con aparente
desgana: “ No tienes sentimientos. Pareces hecha de piedra. ¿Eres mujer y no te
da pena la historia de esta pobre chica, todo lo que ha pasado? Eres igual que
tu padre”.
Concluyó con la frase
que sabía que más daño me podía hacer. Nadie puede hacer más daño a una hija
que su propia madre. Por aquella época nuestra involuntaria crueldad llegó al
límite de lo soportable. Me echaba en cara mi forma de vestir, mis novios y el
desenfreno sexual que según ella me delataba – “date a valer”, decía -. Se avergonzaba de mi triste trabajo
en una academia, mal pagado e inferior a mis posibilidades – “No te pagamos una
carrera para eso” -. A veces tenía la sensación de que le molestaba hasta
mi presencia. Yo me defendía atacando.
Me reía de esas revistas de gente famosa y guapa que leía hasta la madrugada
con la fruición del masoquista que se deleita contemplando todo aquello que jamás
podrá tener. Entre sus extrañas aficiones estaba la de coleccionar revistas con
casas de ensueño, casas sin niños y libros carísimos de arte colocados
geométricamente sobre la mesa de un salón. Mi madre... Pasaba las noches pegada
a una radio escuchando programas de confesiones y confidencias, programas para
solitarios donde voces sin rostro prometen complicidad y compañía. Mi madre...
Cosiendo a todas horas en un sillón bajo la luz mortecina, con su dedal y sus
gafas, como si a cada puntada pretendiera remendar los jirones de su alma.
Entre su boda y la
guerra, mi abuela tuvo su destello de gloria. Yo espero el mío. Mi madre, como todas, debió de tener
el suyo, pero no lo recuerda. Nació en plena guerra en un Madrid sitiado una
noche de bombas y oscuridad, mientras su padre luchaba por ella en el frente.
Hija del amor libre y la hermandad universal, vive atormentada por la imagen de
un hombre detrás de una reja, el rostro amoratado por los golpes. Su desgarrado
grito de niña retumbó en aquella cárcel y sigue retumbando en su memoria; la
niña no volvió a ver a su padre. A esa niña que es mi madre la despertaron
violentamente del cuento...

Puede que fuera por Luis
y por la noche anterior, o por aquel mal sabor de boca y el regusto del sake y
ese licor verdoso donde yacía un lagarto como un engendro imposible conservado
en formol; quizá influyó su referencia
sobre mi padre... el caso es que saqué todos mis demonios y la grité con todas
mis fuerzas, como nunca antes: “¿Pena? ¿Tú hablas de pena? ¿Y yo, es que no te
doy pena? Nunca, mamá. Nunca has derramado una sola lágrima por mí. Te conmueve
más una princesita de cuento de hadas que tu propia hija, ¿te das cuenta?
Cuánto te importó mi sufrimiento..” “Qué sabrás tú”, musitó. Noté enseguida que
había dado donde más dolía. Nos conocíamos demasiado como para esconder
nuestras heridas. Se levantó despacio y, evitando mirarme, pasó junto a mí y
extendió una manta sobre las rodillas de la abuela. Luego se encerró en la
cocina dando un portazo. Me quedé allí, en pijama, con el cordón umbilical por
los suelos. Confundida entre un orgullo aún caliente y el poso amargo del remordimiento
flotando en la conciencia. Entré. Mi madre, de espaldas, cortaba cebolla. No
fui educada en el perdón, así que disimulé cambiando de tema...
- He dejado a Luis. Ayer.
- Ya...
- Han sido tres años ¿No
vas a decirme nada? – tardó en contestar. Iba y venía de la nevera trayendo
cosas para la comida de su madre.
- Me lo imaginaba –dijo
por fin -. A las niñas de mi generación nos decían que los hombres siempre se
casan, pero las mujeres no. Nos enseñaron a no elegir; ahora tú tienes más
suerte. Elige bien, es tu vida.
De pronto, al oír sus
palabras, tuve el extraño vislumbre de una evidencia, la certeza repentina e irrefutable de que en ese momento
sólo nos teníamos la una a la otra, y esta idea desarmó mi orgullo, esa máscara inútil de altivez y
dureza que nos convierte en falsos héroes. Me acerqué y la besé. Mi gesto
debilitó también sus defensas. Nos pusimos a pelar cebollas y así pasamos un
tiempo, llorando juntas sin tener que dar explicaciones.
Recuerdo esa tarde como
una de las más felices de mi vida. Dimos de comer a la abuela y después de la
siesta mi madre bajó su caja de fotos. Nos reíamos de nosotras mismas al ver de
nuevo nuestras fotografías de primera comunión: mi madre, con zapatos prestados
y tirabuzones; yo, de encaje y con un diente mellado; las dos, con cara de falso
recogimiento y piedad. Yo le desvelé un pequeño secreto de infancia: nunca
llegué a tragarme la hostia consagrada, me la guardé en un bolsillo porque me
resultaba repugnante comerme el cuerpo de alguien, por muy sagrado que fuera.
Ella me confesó que al acercarse el cura, de la emoción, no pudo evitar
orinarse encima.
Hacía años que no
hablábamos. Las horas se nos fueron en un suspiro. Tras la ventana el sol se
hundía en un crepúsculo panorámico. La noche nos sorprendió riendo. Propuse una
celebración: arreglarnos para un baile sin príncipes ni madrastras. Por nada. Porque
sí. Nos pusimos esos vestidos que reservábamos para quién sabe qué ocasión; en
cualquier caso, una ocasión que nunca llegaba. Incluso maquillamos a la abuela.
Siempre fue coqueta, al menos hasta que dejó de reconocerse en el espejo. En
una gasolinera compré una botella de champán. Mamá descongeló langostinos.
Encendimos una vela y pusimos música de los Brincos. Brindamos. Por nada.
Porque sí. Porque estábamos vivas guardando la memoria de una anciana. Porque
entre María y Magdalena, vírgenes o mártires, princesas o pobres huerfanitas,
bellas o bestias, aún quedaba un sitio para nosotras, un tiempo habitable y por
llenar entre el recuerdo y la espera.
Después de cenar mi
madre sacó la caja de metal donde mi abuela guardó los recuerdos de toda una
vida, los restos del naufragio que pudo salvar. Volvimos a leer algunas de las
cartas que mi abuelo escribía desde la cárcel, destrozado más por el destino de
su mujer –sola, con dos hijas pequeñas en un país en ruinas- que por su propia
suerte; su foto de miliciana, con el puño levantado con la timidez de una
recién estrenada libertad, el mono del trabajo de quién aún pensaba que la
libertad se conquista con esfuerzo; el retrato de su marido con los dos hijos
mayores una mañana en el Retiro de Madrid, un 14 de abril en que España se
levantó republicana y la gente salió a las calles a sacudirse tantos siglos de
polvo y miedo: allí estaba mi abuelo, bajo un castaño del parque, sobre un
fondo de banderas y gente a la deriva en plena celebración, junto a sus hijos
montados en un triciclo alquilado, los tres mirando a la cámara con la
expresión inequívoca del que sabe que lo mejor está por venir. Todos han
muerto. El más pequeño, durante la guerra; la niña mayor, dos años más tarde; a
golpes en la cárcel, poco después, mi abuelo. Lloramos como dos tontas y esta
vez sin cebolla como excusa.
Seguimos hablando hasta
bien entrada la madrugada. Mi madre saldó unas cuantas deudas con la suya: la
libertaria de la fotografía también le negó a ella su libertad; la revolución
sexual se quedó en las consignas; cuando su hija tuvo novio, hasta un casto
beso en la mejilla era un exceso imperdonable... No la culpaba, pero era su
historia y su fracaso y renegaba de los cuentos de cualquier bando. Ni malas ni
buenas, ni putas ni santas.
Supe también que las dos
compartimos un mismo sueño: sentirnos queridas, aunque en los tiempos que
corren comience una a creer que se trata de alguna inconfesable perversión
sexual. Sí, definitivamente aquel día de septiembre de 1996 conocí a mi madre. La abuela sigue junto a la
ventana del salón, bajo la claridad prometida. Mantenemos viva su memoria.
Tengo un proyecto entre
manos: reescribir los cuentos de mi infancia. Dejé la academia. Mañana voy a
una entrevista de trabajo. Me he acostumbrado a pintarme los labios y ensayar
la mejor de mis sonrisas para agradar al inevitable hombre que desde la cumbre
de su mesa y de su poder me recorre con la mirada pensando seguramente qué hago
aquí, en qué trabaja mi marido o con quién habré dejado a los niños. He conocido
también a muchas reinas de corazones que se lo arrancaban al entrar a su
despacho. Da igual. Suponiendo incluso que este siglo de igualdad y
emancipación femenina no haya sido una gigantesca estafa, no veo motivos para
desesperarse. Miro a mi madre y a mi abuela y pienso que quizá vaya siendo hora
de ponerse el mono de trabajo y no esperar regalos de nadie. Y si toca llorar,
es bueno tener siempre un par de cebollas a mano, para no andar dando
explicaciones.
( Notas...: Cenicienta, en una residencia para la tercera
edad, repite como una letanía la
historia de un príncipe y un zapato de cristal mientras espera junto a la
ventana la llegada de su hada madrina.)